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viernes, 4 de mayo de 2018

La moral colombiana: entre los “usted no sabe quién soy yo” y los “abeja”



Hace unos días, en el marco de alguna de las interesantes conversaciones cotidianas que la mayoría de nosotros sostenemos a diario, con personas que no conocemos del todo pero que tienen mucho que decir, con respecto a lo que sienten viviendo en un país como el nuestro, un taxista me preguntó en medio de su frustración por el escalamiento de la violencia en las regiones colombianas y los descarados casos de corrupción rampante, de carácter tanto público como privado, “¿cuál puede ser el problema de Colombia para que estemos tan jodidos?”.  

El objetivo de este blog es responder esa misma pregunta que a varios, incluyéndome, nos ha dado tantas vueltas en la cabeza durante mucho tiempo. Lo primero que hay que precisar es que la precaria situación de la sociedad colombiana está explicada por las características de la moral en el marco de la cual se materializan todas sus interacciones sociales.

Al respecto, lo que se puede decir es que cada sociedad define un conjunto de reglas que persiguen en última instancia, la posibilidad de vivir en armonía al interior de un modelo social, que garantice la felicidad de todos sus individuos en el marco de principios fundamentales como la libertad, la equidad, el bienestar etc. Dichas reglas, que le dan forma a la concepción de justicia sobre la cual la sociedad toma decisiones que afectan a cada uno de sus miembros, se definen y fundamentan mediante procesos de prueba y error que les muestran a los individuos lo que más les conviene a el largo plazo, en términos de lograr materializar sus expectativas o su felicidad. Ese conjunto de reglas es lo que llamamos “moral” y su estudio lo conocemos como “Ética”.

La sociedad colombiana desarrolla actualmente sus actividades cotidianas, en el marco de un grupo particular de reglas, a las que llegamos gracias al doloroso proceso histórico que hemos vivido durante décadas. Específicamente las condiciones de marcada desigualdad en las que ha existido el país desde siempre, terminaron por definir reglas sociales que sistemáticamente han buscado perpetuar dicha desigualdad e incluso profundizarla paulatinamente.

En esencia vivimos en una sociedad con una moral compleja, en la que la virtud individual y el ejercicio de la justicia, claramente no están en primer lugar del orden del día. Estas reglas son tan injustas que priorizan de facto las necesidades del grupo poblacional más rico, pues le proporcionan mejor calidad de vida, mejor educación, mejor salud etc.  El estrato social, por ejemplo, es un discriminador evidente, pues es claro que las dotaciones con las que cuenta los barrios de estratos cinco y seis son mucho mejores que las propias de estratos uno y dos, de otra parte, las reglas que conducen a tener un sistema de salud ineficiente y corrupto, le ofrecen a los pobres un estándar de calidad completamente distinto al que pueden acceder las personas que tienen la posibilidad de pagar un buen plan de medicina prepagada, incluso, la calidad de la educación en los colegios públicos en los que estudian los pobres, en promedio, es claramente  inferior a la que ofrecen las instituciones privadas más costosas.

 La moral asociada a todas estas dinámicas queda muy bien representada en la cultura del ciudadano “usted no sabe quién soy yo”, todo un planteamiento social que legitima el hecho de concebir personas más importantes que otras, con derecho a gozar de privilegios a los que los demás no pueden acceder y suficiente poder para imponer reglas que perpetúen la posibilidad de continuar recibiendo tales beneficios.

De otra parte, el grupo poblacional mayoritario más pobre, consciente de las diferencias y de las serias dificultades que interpone la sociedad para reducirlas, termina legitimando una serie de reglas basadas en desconfianza, aprovechamiento, revanchismo, lucha por los recursos escasos y justicia por la propia mano.  La moral resultante de esta lógica está muy bien representada en la cultura del ciudadano “abeja”, aquel individuo que se aprovecha de la “ingenuidad” de los demás, dispuesto a pasarse por la faja las necesidades del resto de la sociedad con tal de mejorar su propio bienestar.

Todos estos aspectos y otros innumerables más, rompen lo que John Rawls llamó “el velo de la ignorancia”, esa condición de libertad e igualdad verdaderas, por medio de la cual, en una sociedad justa, cada uno de sus individuos tendría las mismas posibilidades de materializar sus expectativas y conseguir la felicidad.  En últimas nuestra moral nos conduce a la existencia de la injusticia como una condición socialmente aceptada y defendida por todos los miembros de la sociedad, ricos y pobres. Luego de una conclusión como ésta, valdría la pena preguntarse ¿bajo qué circunstancia, una sociedad cuyas reglas hacen honor a la injusticia no debería estar indefectiblemente jodida?


viernes, 25 de septiembre de 2015

El espejismo de “la paz” y el “post conflicto”


La imagen que nos viene a muchos a la cabeza, cuando pensamos en un espejismo, es la del caminante sediento que en un desierto candente, divisa a lo lejos una silueta que parece ser la solución a sus penurias. Con la esperanza de terminar la tortura, se dirige al encuentro de este zenit de felicidad, pero al acercarse, se da cuenta de que lo que parecía ser un oasis, no es más que una construcción de su mente explicada por el insoportable deseo.

Para el gobierno y para diferentes sectores, el establecimiento de un acuerdo con las FARC, se convirtió en su propio espejismo, al punto que se han convencido ellos mismos y a la sociedad colombiana, de que dicho convenio supone “la paz” para el país. Esta condición es tan evidente que han posicionado en varios escenarios el término “post conflicto”, cuyo significado está directamente asociado a lo que sucede después de un escenario de guerra.

Con la firma entre el gobierno y las FARC de un listado de entendimientos en lo relacionado con justicia transicional, se sellan acuerdos muy importantes con respecto a uno de los temas más críticos de la agenda de la Habana. Para muchos, se trata de un signo univoco del cierre a un largo proceso de conversaciones que pondría fin al enfrentamiento de dos partes que llevan matándose más de medio siglo. En resumen, este paso nos deja muy cerca de llegar al punto en el que encontraremos la imagen que vimos a lo lejos y que hemos venido construyendo con el deseo.

Vale la pena empezar a aterrizar nuestra esperanza dimensionando la realidad a la que nos enfrentaremos luego de que finalicen positivamente las conversaciones de La Habana. Lo cierto es que en dicha situación ninguno de los determinantes de la violencia habrá desaparecido: la desigualdad, la pobreza, la inoperancia del aparato público y todos los elementos que conducen a enfrentamientos violentos al interior de nuestra sociedad, seguirán existiendo. Así las cosas, los nuevos modelos de violencia y de apropiación ilegal de rentas, seguirán generando efectos muy similares o incluso peores a los producidos actualmente por grupos como las FARC. En esencia, los reductos de esta organización mutarán en el marco de un entorno diferente pero aún propicio para su existencia y se convertirán en organizaciones ciertamente separadas de motivaciones políticas y más relacionadas con los patrones delictivos que observamos en el crimen organizado estándar.  En este sentido, nos enfrentaremos a un escenario en el que seguramente dejaremos de ver en las noticias las consecuencias de actos como atentados, masacres, tomas a poblaciones y empezaremos a oír de patrones menos mediáticos, pero igual de impactantes como sicariato, asesinatos y extorsiones.

La realidad de este fenómeno es evidente, luego de 23 años de que se firmaran los Acuerdos de Paz de Chapultepec entre el Gobierno y el Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional (FMLN); El Salvador sigue siendo uno de los países más violentos del mundo: de acuerdo con cifras de la Oficina de Naciones Unidas para la Droga y el Delito, en la actualidad se encuentra en el top 10 de los países con mayor tasa de homicidios por cien mil habitantes.

Para que no nos suceda algo similar a lo ocurrido en el caso centroamericano, es preciso disponer todo el aparato estatal para afrontar un entorno violento de similar o mayor magnitud, en el marco de estrategias diferentes pero mucho más efectivas. Uno de los errores en los que como sociedad podemos incurrir, consiste en dirigir volúmenes ingentes de recursos a financiar procesos de desmovilización, descuidando inversiones verdaderamente rentables en los siguientes aspectos:

Mejorar la productividad pública: lo primero que hay que asegurar es que el aparato estatal sea capaz de responder a un reto social como el que se nos avecina. Es necesario convertir a las instituciones públicas colombianas, en organizaciones livianas, altamente  productivas, con estructuras simples y robustas; que aumenten de manera drástica su capacidad para llegar a todas las personas que necesitan de su ayuda.
Modificar el entorno jurídico y político para reducir la desigualdad: la desigualdad crónica en los países, está determinada principalmente por las reglas políticas, económicas y sociales; definidas por sus leyes. Desde esa perspectiva, es necesario en primera instancia, reducir la complejidad de la normatividad colombiana para hacer su interpretación y aplicación más ágil, efectiva e identificar las normas con mayor capacidad para  generar desigualdad, de manera que puedan ser modificadas de inmediato.
Incrementar la inteligencia y la efectividad de las fuerzas militares y de policía: las fuerzas armadas, deben convertirse en organizaciones que reconozcan las mutaciones experimentadas por los nuevos modelos de violencia, de manera que ellas mismas tengan la posibilidad de cambiar para responder a sus nuevas tácticas. En general deben convertirse en organismos más inteligentes y de mayor movilidad, que puedan  pasar de enfrentar a un grupo reducido de organizaciones de gran tamaño, para concentrarse en un sinnúmero de microempresas criminales que surgirán durante la etapa post firma del acuerdo.
Mejorar la efectividad de la justicia: la justicia debe evolucionar e integrarse a la lógica de administración y gerencia modernas, mejorando sus procesos, cambiando sus  imaginarios y prácticas; de manera que pueda responder al gran reto que tiene por delante y con el cual tiene una deuda de varias décadas.

El propósito de todo esto, es que una vez terminemos la larga caminata hacia nuestro espejismo, estemos realmente preparados para enfrentar otros largos años de dificultades y sacrificios, que nos llevarán a mejorar como sociedad y al fin, alcanzar la verdadera PAZ que todos soñamos.