En estos días, todo el mundo está hablando del campo y
de los efectos de la protesta campesina, la sociedad colombiana y su gobierno
reflexionan de manera vertiginosa, con el fin de identificar los determinantes
de dicho descontento. Algunas voces hablan de lo poco competitivos que resultan
los productos de nuestros campos, a la luz de la entrada en vigencia de los
TLC; otros afirman que se trata de un problema de insumos agrícolas, de distribución de los medios de producción y
de concentración de la tierra; hay quienes dicen que el problema está asociado
al proceso de negociación de paz en la Habana.
Qué sentido tiene rompernos la cabeza tratando de
identificar las causas de un problema sobre-diagnosticado, cuando la realidad
del caso es que los campesinos colombianos protestan, sencillamente porque
todos y cada uno de ellos están completamente ¡jodidos!.
Dejémonos de cuentos, el problema del agro en Colombia
no tiene sus raíces en los TLC, el escaso desarrollo de la infraestructura vial
o la reducida presencia del estado en las zonas rurales; la precaria situación
que hoy día enfrentan nuestros campesinos, se debe a que durante los últimos
años, la sociedad colombiana ha decidido darle la espalda a la producción de bienes
agrícolas, para concentrarse en producción minera, de manufactura y servicios.
Como si fuera poco, todas las medidas propuestas para
mejorar la situación agraria, han sido
concebidas e implementadas por tecnócratas fundamentados en el imaginario urbano,
para los cuales el campo se suscribe a las vaquitas que ven cuando salen los fines
de semana a comer postre, a los cultivos que pueden apreciar de lejos cuando veranean
en la casa de descanso de algún familiar o amigo y a la ruana que se ponen como
acto de rebeldía “chic” en momento dramáticos como el que actualmente vive el
país.
La solución a un problema estructural tan grande, no
depende de que el gobierno decida subsidiar sectores deprimidos, controlar los
precios de los insumos agrícolas o restringir las cuotas de importación de
leche; está fundamentada en la capacidad de la sociedad para priorizar de
manera irrestricta el desarrollo agroindustrial del país.
En principio, es necesario que el gobierno en pleno,
entienda que el del campo es un problema público que los gobiernos anteriores
no han podido solucionar e inicie una total reingeniería del entramado
institucional encargado de administrar el sector.
Acá no estamos hablando de adelantar un proceso al
estilo de los que conocemos al interior de lo público, en el cual un consultor
externo identifica los problemas, propone soluciones concretas y elabora un
dictamen que el gobierno termina acogiendo a medias, lo que se requiere en este
caso es el compromiso irrestricto del estado para modificar la normatividad, la
estructura de ministerios, departamentos administrativos y entidades, de tal
suerte que logren trabajar de manera articulada y eficaz para alcanzar un
desarrollo aceptable del campo, en el marco de un periodo no superior a cinco
años.
Los recursos necesarios para financiar una propuesta
de esta magnitud son considerables y requieren de una ejecución centralizada,
bajo la batuta de una gerencia con dedicación exclusiva, encargada de
garantizar el éxito de este macroproyecto estratégico para el país.
Los fondos de regalías deberían estar financiando la
solución definitiva y articulada a problemas estructurales evidentes como este,
no tiene sentido que estos dineros se estén desperdigando por todo el
territorio nacional, de forma indiscriminada en microproyectos asociados a la construcción
de plazas de mercado o consultorías para definir el perfil turístico de un
municipio, cuando el desarrollo del campo sigue en veremos.
Es necesario que nuestros gobernantes y nuestra
sociedad en pleno, entiendan que una erradicación estructural definitiva a los
problemas de desarrollo campesino, supone la solución conexa de buena parte de
los problemas urbanos y la reducción gradual de una porción importante de los
determinantes que sustentan la ilegalidad en todo el territorio nacional. Recordemos
lo difícil que ha sido para nuestras urbes, solucionar de manera efectiva todos
los inconvenientes generados por el creciente flujo de campesinos desesperados,
que día a día llegan a sus zonas marginales.
¿A qué campesino de clase media con ingresos
suficientes para mantener de manera decorosa a su familia, apoyado por el
respaldo eficaz del estado para vivir tranquilo y en paz; le interesaría protestar,
desplazarse, apoyar a grupos ilegales o producir cultivos ilícitos?.
Si la respuesta para todos es tan evidente, ¿por qué
como sociedad no hemos tenido los pantalones para dar solución definitiva a esta
problemática?