Cada vez que se aproxima un cambio de gobierno,
empiezan a oírse voces que algunos denominan como “calificadas”, planteando la
posibilidad de iniciar la discusión sobre una nueva reforma tributaria.
En general estos procesos de ajuste fiscal, buscan
aumentar los ingresos gubernamentales
con el objetivo de mejorar el flujo de caja público. Lo que usualmente se pierde de vista, es que actualmente
quedan muy pocas actividades que no se encuentren gravadas y que cada impuesto
nuevo, restringe de manera drástica el bienestar del actor económico obligado a
pagarlo. Lo que se espera es que dicha reducción de la “felicidad” resulte
compensada, mediante procesos de inversión social dirigidos a mejorar la calidad
de vida, de los mismos actores que pagan los impuestos o de otros, cuyos
ingresos son menores.
Sin embargo, cuando un gobierno tiene dificultades
importantes para garantizar la calidad en la provisión de los bienes y
servicios públicos, el análisis cruzado de los beneficios recibidos, de los
recursos captados y de los costos de transacción generados; resulta siendo
negativo.
En el caso de Colombia, esta situación tiene alcances
dramáticos que pueden ser analizados a la luz de la cotidianidad tributaria de
un ciudadano de clase media, dedicado a la prestación de servicios
profesionales, independientes y perteneciente al denominado “régimen común”.
En primera instancia, este individuo tendrá que
trasladar al fisco alrededor del 30% del monto total de cada contrato que
suscriba. Considerando que el monto estipulado en el contrato va a remunerar
sus servicios, podemos decir que de cada 10 horas que trabaja, aproximadamente
3 irán a pagar impuestos como IVA, ICA y Retención. El 70% del ingreso restante,
se distribuye en todos los costos en los que debe incurrir para prestar el
servicio mencionado y en general, la totalidad de los rubros asociados al
desarrollo de las actividades cotidianas. Sin embargo, la adquisición de
cualquier bien o servicio supone una transacción, que comúnmente está gravada
de una u otra manera a través de impuestos al consumo, sobretasas o impuestos a
las transacciones financieras y en su mayoría, estas compras no se pueden
deducir de los montos retenidos durante los pagos de cada contrato. Bajo estas
condiciones el panorama para este individuo resulta francamente sombrío, pues
debe agregar al menos 2 horas de las 10 trabajadas a remunerar otros impuestos.
No obstante, la mitad de todos los servicios prestados
por nuestro ciudadano promedio pertenecen al fisco, todavía debe disponer de al
menos 2 horas más de su jornada para cubrir tributos de carácter explícito como prediales,
impuestos a vehículos, renta y otros de naturaleza implícita como sobre-aportes
a salud y pensiones, seguros obligatorios, licencias de emisiones etc. Al terminar
todo este pandemónium, se define un
escenario en el que solamente 3 de las 10 horas trabajadas resultan siendo propias;
sin embargo, todavía es necesario utilizar una parte de ellas, para remunerar mecanismos
como la medicina prepagada y los seguros voluntarios, que le permitirán a este
ciudadano blindarse contra problemas evidentes en la calidad de los bienes y
servicios públicos gubernamentales.
Finalmente una minúscula porción de todo el arduo
trabajo desarrollado, puede usarse para mejorar la felicidad propia y la de
quienes conforman el círculo familiar de nuestro apesadumbrado sujeto.
Es importante recordar, que además de todo lo
mencionado, este complejo entramado impositivo genera una serie de costos de
transacción, que comprometen en trámites una parte importante del tiempo de
ocio de nuestro aportante y que implican, la contratación de servicios
contables y tributarios, necesarios para garantizar liquidaciones precisas y
evitar toda suerte de sanciones.
Naturalmente, en caso de que nuestro sujeto
experimental desee mejorar su bienestar de forma sustancial, debe pensar en
incrementar la jornada laboral en por lo menos 5 o 6 horas diarias, de
manera que pueda generar un ahorro suficiente para adquirir vivienda, vehículo
etc. Esta condición, nos deja en un escenario complejo, en el cual tenemos un
gobierno que es capaz de restringir de manera drástica el tiempo de ocio de los
individuos y propone entes cuyo único objetivo es trabajar para mantener su
burocracia y además, sobrellevar una cotidianidad digna.
Luego de analizar un caso como este, la pregunta obvia
que debemos hacernos es ¿cómo llegamos a un escenario, en el que la casi
totalidad del trabajo desarrollado por un sujeto promedio termina siendo
propiedad del fisco?
Al parecer reformas consecutivas han conducido nuestra
sociedad hasta un escenario en el que el gobierno y su burocracia ineficaz, se
están convirtiendo en una carga difícil de llevar para los ciudadanos. El
aparato público que solía concentrarse en “mejorar el bienestar de sus
ciudadanos” ahora actúa como una institución extractiva que devuelve apenas una
porción de lo que toma por derecho.
Para concluir, vale la pena proponer algunos cambios
en el paradigma actual. En primera instancia, es hora de que nuestros
gobernantes dejen de pensar en reformas tributarias y empiecen a obsesionarse
con lograr mejoras sostenidas de la productividad pública. Además, llegó el
momento de retomar el camino e iniciar un proceso ininterrumpido que conduzca a
entregar más y mejores bienes y servicios públicos, utilizando una cantidad de
recursos igual o menor a la actual. Por último, vale la pena trabajar en el
diseño de un conjunto de indicadores, que midan las mejoras en la productividad
pública y que una vez se den los avances esperados, el fisco empiece a
devolverles a los ciudadanos parte de la remuneración al trabajo que les
pertenece por derecho.