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miércoles, 4 de septiembre de 2024

Política latinoamericana: la mascota que mueve la cola gracias a los votos

Luego de atestiguar los acontecimientos de varios países, por años, desde círculos privilegiados, pesa una conclusión que para algunos es evidente, pero para la mayoría de la población no lo es tanto: a la política actual, le tienen sin cuidado los países, su prosperidad y el bienestar de sus nacionales, lo que persigue de forma obsesiva son los votos necesarios para poder decidir sobre la sociedad, lucrarse y beneficiarse sin reparo en las consecuencias.

Soy consciente de la increíble dureza de la afirmación que acabo de hacer, sin embargo, estarán de acuerdo conmigo, en lo difícil que es controvertirla. Sin importar el país latinoamericano al que miremos, éste es el matiz que podemos identificar en el marco de un rápido escrutinio a la política nacional de cada uno de ellos. En todos los casos, encontramos un esfuerzo contundente por profundizar las ideologías de derecha y de izquierda, además, un sesgo evidente hacia usar el populismo sin descanso, eso sí, disfrazado de buenas intenciones y en muchos casos, oculto detrás del espejismo tecnocrático.

Por lo tanto, a pesar de su pretendida sofisticación, la política latinoamericana, se ha convertido en una vil mascota, capaz de hacer lo que sea por la añorada galleta, entendida como el premio del favorecimiento en la elección, por parte de los votantes desprevenidos que terminan resultando convencidos.

Ahora, la realidad es que tras largos años de ver innumerables mascotas, cada vez más serviles y dispuestas, el electorado ya no se convence con una simple movida de cola, actualmente son necesarias proezas del más refinado adiestramiento, por eso el populismo, la ideología y la polarización que lo acompañan, resultan a los ojos críticos, cada vez más exacerbados y evidentes.

Con creciente generosidad, la política entrega subsidios cual animal de compañía que da saltos mortales, está dispuesta a desordenar las finanzas públicas, endeudarse, hacer emisión monetaria, emulando a la graciosa mascota que hace de muertito, en resumidas cuentas, afronta las monadas necesarias para llamar la atención de sus amos y procurarse las ricas galletas de los votos de por vida, beneficiando al político de turno, al siguiente y sus interminables séquitos.

Lo cierto es que si quiere hacer todas estas maromas que engatusan, es menester procurarse recursos que deben salir de alguna parte, ojalá, de la porción de la sociedad más escéptica e informada, por lo tanto, menos vulnerable ante la zalamería y que tiene menos votos para ofrecer. En consecuencia, necesita apropiarse de todo lo construido por una parte de la población, destruyendo sus logros, difundiendo historias que validan semejante actuación reprobable y tienen el siguiente tenor: todo lo que has construido no lo mereces, es un privilegio, por esa razón, puedo quitártelo en el momento en el que lo decida, sin que esperes nada a cambio, pues se trata de una prerrogativa injusta.

En el marco de esta dinámica destruye los países, pero está bien hacerlo, porque las sociedades destruidas son menos sofisticadas, más dependientes y más fácilmente impresionables, es decir, dada su precariedad, vuelven a regocijarse con maromas triviales, simples, quitándole un peso de encima profundo a tan exigida mascota.

Su propósito es consolidar huestes de votantes ideologizados, dependientes de cuanta cosa se le ocurra hacer a la mascota, por ejemplo, deteriora con sus decisiones irresponsables el sistema económico del país, pero posteriormente, mediante discursos retóricos y mentirosos, le asigna la culpa a un inusitado enemigo externo, mejor dicho, actúa siguiendo la lógica del cachorro que destruye la casa, pero sale del problema jugueteando y mirando con ternura a su amo. Arruina la organización estatal y sus instituciones, vinculando a sus fichas políticas y posicionando la tiranía de la burocracia, sin embargo, procura que cada cosa que hace para corregir el caos gubernamental que ella misma generó, parezca un logro que debe ser celebrado, es decir, se comporta cual “adorable” animal doméstico que arrasa con todas las plantas del hogar, pero luego con una actitud fingida, simula traer una escoba para ayudar a recoger semejante desorden, en fin, la política latinoamericana actual, tiene el cuidado de asolar los países en los que se instala, para luego convencer a los electores de celebrar cualquier tontería que haga para intentar salir del embrollo que ella misma armó.

Lo cierto es que Latinoamérica no mejorará su situación celebrando irracionalmente las monadas de tan embaucadora mascota, por el contrario, necesita una política que se gane los votos gracias a su capacidad racional para entender las verdaderas necesidades de la sociedad y visualizar en el marco de una actitud inteligente y calculada, las decisiones que son necesarias para avanzar en el mejoramiento de la prosperidad general, del bienestar individual y la materialización del bien común. Una política que abandone la zalamería institucionalizada en subsidios y sobre todo, transferencias monetarias, dirigidos a las mayorías que votan, a costa de la destrucción del bienestar del resto, que entienda que sus decisiones deben mantener la prosperidad de los que a muy duras penas lograron mejorar su situación, exaltando sus logros y además debe buscar con ahínco que el resto de la sociedad siga esos mismos pasos. Requiere una política que renuncie a la burocracia inoperante, que lo único que logra es el beneficio propio a costa del trabajo esforzado del resto sin devolverle en realidad nada a cambio. Finalmente, le urge una política que estabilice el entorno de los hogares y las empresas, que caiga en la cuenta de que Latinoamérica no necesita trucos de mascota, que promueven luchas internas, que desestabilizan y cambian todas las reglas de juego, sino más bien, estabilidad económica, social, jurídica y sobre todo, gerencia de países, que aseguren un entorno amable, agradable y fácil capaz de garantizar las condiciones correctas, para que por sus propios medios, si lo desea, hasta el último individuo de la sociedad, pueda ser próspero y feliz.

Versión en audio

viernes, 5 de enero de 2024

La plusvalía y la explotación por parte del Estado.



Las consideraciones en torno a tener un Estado pequeño y muy diligente o uno grande e ineficaz no son menores, tampoco lo son las relacionadas con que la organización pública controle o no las diferentes decisiones y sea intrusiva en la cotidianidad de las personas. Lo cierto es que antes de dar una opinión al respecto, mediada en muchos casos por ideologías económicas y sociales arraigadas, es pertinente tener en cuenta los diferentes aprendizajes que la humanidad ha tenido a lo largo de su historia, para evitar repetir los mismos errores que generaciones anteriores a la nuestra han cometido en el marco de dolorosas consecuencias. 

En primera instancia, vale la pena dejar claro, que el denominador común en los países desarrollados, independientemente del modelo político reinante, es una clara eficacia estatal y una arraigada libertad económica. Tiene mucho sentido que sea de esta manera pues la suma del valor privado creado por mercados fuertes, sofisticados y el valor público generado por un entorno gubernamental con alta calidad del gasto, genera un valor social sustancial que permite dar solución a todas las necesidades humanas de manera completamente conveniente. 

Ahora, lo que parece justificar tal condición generalizada, es el concepto de plusvalía de extracción pública. Es claro que una parte de la sociedad se preocupa mucho por la porción del valor generado por los trabajadores con la cual se queda el empresario, como contraprestación por el desempeño de su rol gerencial, como remuneración a la rara capacidad de articular eficazmente múltiples recursos con el propósito de materializar complejos resultados, sin embargo, se olvida que el Estado se apropia de una proporción mucho más importante. En los casos en los que el Estado es pequeño y muy eficaz, la plusvalía con la que se queda el sector público es razonable, además, esta parte del valor creado se devuelve a los trabajadores en forma de bienes y servicios públicos, sin embargo, cuando los Estados son grandes e inoperantes, una parte del valor creado, se diluye en la organización Estatal y no es devuelto a la sociedad, es decir, termina acaparado por un conjunto de burócratas y grupos que se lucran del aparato público, lo usan para enriquecerse y promover su propio beneficio, en consecuencia, se configura una explotación profunda sobre todos los actores de la economía, orquestada por individuos que se posicionan en el poder para estos efectos, que disfrazan semejantes objetivos con pretendido altruismo sustentado en argumentos ideológicos, hasta el punto que una parte de la sociedad termina por respaldar la propia explotación.

Dicho lo anterior se puede decir que, en los Estados pequeños y eficaces la economía es boyante, el ahorro es una costumbre arraigada debido la facilidad de emprender y sobre todo, generar riqueza que se utiliza para desarrollar nuevos negocios a diario. De otro lado, los Estados grandes e inoperantes marchitan la actividad privada, una alta expropiación de la plusvalía generada por los hogares, les quita el margen para ahorrar y generar riqueza, por lo tanto, los diferentes excedentes privados se dirigen al barril sin fondo público y dejan de fluir en la economía, dificultando de forma evidente la creación de nuevas micro, pequeñas y medianas empresas capaces de generar empleo, las personas vacantes o mal pagadas por emprendimientos  famélicos empiezan a ser contratadas o subsidiadas, ahora, por un aparato público creciente, que demanda cada vez más impuestos para financiar su desaforado gasto, por lo que el ahogamiento de la iniciativa privada es ineludible con los consabidos resultados en materia de deterioro económico y social. 

Por supuesto, los Estados eficaces no son intrusivos, no necesitan serlo, se concentran en generar las condiciones para que florezca una actividad económica privada, capaz de crear alto valor de forma equitativa, ética y responsable. De otro lado,  los aparatos públicos grandes e inoperantes necesitan meterse en cada espacio cotidiano de las personas, procuran regular cada interacción, para no perder su control estricto sobre los hilos del poder, pero también, para conservar la existencia del Estado a pesar del proceso gradual de marchitamiento que generaron sobre los mercados. Lo cierto, es que cuando la economía se agota y el Estado destruye el decreciente valor creado por ella, empieza a retroceder la riqueza de todas las clases sociales, en consecuencia, los indicadores del país se deterioran por lo que se da inicio a un proceso de regulación profunda que pretende evitarlo sin éxito. En cualquier caso, el marcado control dificulta todavía más la actividad privada, por lo que la destrucción de la economía se acelera, dañando las fuentes de financiamiento del Estado que ya no son capaces siquiera de generar la plusvalía necesaria para mantenerlo, por lo tanto, empieza a vivir de mecanismos falsos como deuda y emisión monetaria, causando un retroceso todavía peor sobre los indicadores macro y micro económicos. 

De todo este análisis pesa una conclusión clara, los Estados pequeños y eficaces que gerencian de forma responsable y seria la economía, creando un entorno propicio para el desarrollo privado en el marco de profunda libertad, ofrecen mejores posibilidades para materializar sociedades saludables y felices. Por lo tanto, si el argumento terco para promover Estados grandes e intrusivos, es esencialmente pretender la reducción de la desigualdad, vale la pena preguntarse si deseamos en América Latina sociedades sumidas en la pobreza pero igualitarias o muy ricas pero con algo de desigualdad. También vale la pena cuestionar si los Estados grandes,  inoperantes e intrusivos tienen la capacidad real de reducir la desigualdad o si por el contrario con su inoperancia y voraz explotación a todos los actores de la economía,  la profundizan. 

domingo, 16 de abril de 2023

Desmitificando la falsa idea del Estado

Las personas hablan desprevenidamente del Estado sin saber en realidad lo que es, en sus expresiones se detectan concepciones profundamente desviadas de la realidad conceptual que vale la pena desmitificar. Por lo tanto, no obstante en muchos de los escritos pasados defino rápida y desprevenidamente el concepto de Estado, bien vale la pena darse la oportunidad en este caso, de estructurar una presentación más precisa. 

En primera instancia, es apropiado dejar claro que el Estado, más allá de cualquier connotación filosófica, no es más que una simple organización, es decir, se trata de un conjunto de recursos humanos, financieros, tecnológicos etc., organizados de una forma específica con el propósito de materializar unos objetivos muy puntuales. 

Dicha configuración existe por la misma razón por la que decidimos estructurar una organización administradora en un conjunto habitacional, porque varios objetivos  de nuestra realidad humana, por definición deben ser acometidos en conjunto, mientras nuestra actividad individual, nos distrae de materializarlos. En ese sentido, de forma práctica, hemos decidido conformar una organización que se encargue de ellos mientras nosotros nos concentramos en lo relacionado con nuestros intereses individuales. Cuando por ejemplo tenemos que arreglar nuestra casa, nosotros podemos encargarnos, pero cuando se trata de construir o mantener los caminos que comunican a nuestra casa con las de miles de personas más, es necesario trabajar de forma conjunta con otros para lograrlo. Teniendo claro que tales necesidades no son esporádicas sino permanentes, hemos descubierto que en vez de intentar unirnos para materializar un objetivo conjunto recurrentemente, lo mejor es conformar una organización delegada que se encargue de asegurar el mantenimiento efectivo de las vías mencionadas, la gestión de muchas otras dimensiones más y que se asegure de mantener una armonía social que nos permita vivir tranquilos y sin contratiempos. 

Entonces, de acuerdo con lo anotado, es claro que el Estado no es un ente abstracto con vida propia, sino que más bien, es una organización concreta, que depende enteramente de nuestra voluntad y disposición, configurada para hacer cosas que nosotros y nadie más que nosotros, queremos que haga. 

En este sentido, se puede inferir que el Estado carece enteramente de fuentes de financiamiento propias,  en realidad adelanta toda su actividad mediante el aporte de una cuota que proporcionamos todos y cada uno de nosotros directa o indirectamente. Por ejemplo, los ciudadanos adelantan diferentes actividades privadas que crean valor para la humanidad, ese valor se remunera y lo que se acostumbra, es que parte de esta remuneración sea cedida a la organización estatal para cubrir su sostenimiento y financiar el desarrollo de sus actividades. Por otro lado, cuando el Estado recibe ingresos por cuenta de la explotación de recursos naturales, en realidad lo que tiene lugar, es que los dueños de estos recursos, es decir todos nosotros,  delegamos en esta organización el aprovechamiento de la remuneración recibida por dichos recursos, de manera que asegure que lo que se obtenga por cuenta de este valor colectivo, se distribuya correctamente entre todos. 

Por lo tanto, es completamente impreciso, asumir que el Estado tiene la posibilidad de financiarse a través de algún mecanismo a si mismo. La realidad es que todos sus ingresos son una concesión otorgada por la sociedad dueña del valor que los genera. Por ejemplo, hace años la mayoría de países tomaron la decisión de delegar en el Estado la producción de dinero, sin embargo, el dinero como mercancía carece de valor intrínseco, se trata sencillamente de una herramienta necesaria para lograr el cierre de transacciones entre la oferta y la demanda de la economía, en este sentido, es una locura pensar que la impresión del dinero supone creación de valor, cuando sencillamente se trata de una tarea asignada por todos nosotros al Estado, para poder tener billetes que nos permitan intercambiar fácilmente los bienes y servicios que todos producimos y consumimos. 

Por otra parte, es pertinente aclarar también el concepto de Gobierno, alrededor del cuál parecen existir confusiones relevantes. Lo que denominamos de esta forma, no es más que el conjunto de individuos designados por nosotros para que gestionen la organización que decidimos conformar, con el propósito de acometer nuestros objetivos colectivos y mantener la armonía social. De esta forma, nos referimos naturalmente a personas que nos son subalternas, es decir,  que nosotros financiamos y que están ahí para hacer enteramente lo que nosotros queremos que se haga. Desde este punto de vista, es impreciso asumir que los gobernantes son superiores en algún sentido a cualquier ciudadano, cuando en realidad se trata de actores contratados por este último, para administrar una organización creada con el fin único de servirle y que además es totalmente financiada por él mismo. 

Otro aspecto sobre el cual parecen existir grandes confusiones, es la importancia de los diferentes ciudadanos tanto para el Estado como para los distintos Gobiernos. Lo cierto es que el poder que puede ejercer cualquier individuo como determinador del Estado y superior del Gobierno, tiene que ser exactamente el mismo. Sin importar si se es rico, pobre, de una raza o de otra, de un género u otro, de una vertiente política o de otra etc., sus decisiones y requerimientos deben tener exactamente el mismo peso, pues se trata de uno de tantos que decidieron conformar la organización estatal, financiarla y elegir las personas encargadas de gestionarla. En este sentido pretender, que la Estructura del Estado priorice los intereses de un grupo específico o que un gobierno tome decisiones que privilegian a algunos, es un completo exabrupto. 

Finalmente, lo que concebimos como Democracia moderna, no es más que una de tantas maneras posibles de diseñar la organización estatal, establecer los objetivos colectivos con los que debe comprometerse y escoger los gobiernos que la gestionarán. Es extraño ver que para muchos parece ser una configuración divina, inmodificable, cuando se trata sencillamente de una decisión social, que ha demostrado cierta concordancia con la mayoría de convenciones modernas en materia de justicia. Lo cierto, es que debemos considerar que la Democracia adolece de infinidad de debilidades estructurales, perversas, que deben corregirse con profunda tranquilidad, por cuanto en nuestras manos está decidir la forma en la que queremos que opere el Estado. 

A manera de conclusión es necesario resaltar que, lo que entendemos como Estado debe revisarse y asumirse como en realidad es, para empezar de manera individual y colectiva, a materializar todos los ajustes necesarios para que dicha organización empiece a operar de forma correcta y garantice la total satisfacción de todos nosotros, sus autores.