Hace
unos días, en el marco de alguna de las interesantes conversaciones cotidianas
que la mayoría de nosotros sostenemos a diario, con personas que no conocemos
del todo pero que tienen mucho que decir, con respecto a lo que sienten
viviendo en un país como el nuestro, un taxista me preguntó en medio de su
frustración por el escalamiento de la violencia en las regiones colombianas y
los descarados casos de corrupción rampante, de carácter tanto público como
privado, “¿cuál puede ser el problema de Colombia para que estemos tan jodidos?”.
El
objetivo de este blog es responder esa misma pregunta que a varios,
incluyéndome, nos ha dado tantas vueltas en la cabeza durante mucho tiempo. Lo
primero que hay que precisar es que la precaria situación de la sociedad
colombiana está explicada por las características de la moral en el marco de la
cual se materializan todas sus interacciones sociales.
Al
respecto, lo que se puede decir es que cada sociedad define un conjunto de
reglas que persiguen en última instancia, la posibilidad de vivir en armonía al
interior de un modelo social, que garantice la felicidad de todos sus
individuos en el marco de principios fundamentales como la libertad, la
equidad, el bienestar etc. Dichas reglas, que le dan forma a la concepción de
justicia sobre la cual la sociedad toma decisiones que afectan a cada uno de
sus miembros, se definen y fundamentan mediante procesos de prueba y error que
les muestran a los individuos lo que más les conviene a el largo plazo, en
términos de lograr materializar sus expectativas o su felicidad. Ese conjunto
de reglas es lo que llamamos “moral” y su estudio lo conocemos como “Ética”.
La
sociedad colombiana desarrolla actualmente sus actividades cotidianas, en el
marco de un grupo particular de reglas, a las que llegamos gracias al doloroso
proceso histórico que hemos vivido durante décadas. Específicamente las
condiciones de marcada desigualdad en las que ha existido el país desde
siempre, terminaron por definir reglas sociales que sistemáticamente han
buscado perpetuar dicha desigualdad e incluso profundizarla paulatinamente.
En
esencia vivimos en una sociedad con una moral compleja, en la que la virtud
individual y el ejercicio de la justicia, claramente no están en primer lugar
del orden del día. Estas reglas son tan injustas que priorizan de facto las necesidades del grupo
poblacional más rico, pues le proporcionan mejor calidad de vida, mejor
educación, mejor salud etc. El estrato
social, por ejemplo, es un discriminador evidente, pues es claro que las
dotaciones con las que cuenta los barrios de estratos cinco y seis son mucho
mejores que las propias de estratos uno y dos, de otra parte, las reglas que
conducen a tener un sistema de salud ineficiente y corrupto, le ofrecen a los pobres
un estándar de calidad completamente distinto al que pueden acceder las
personas que tienen la posibilidad de pagar un buen plan de medicina prepagada,
incluso, la calidad de la educación en los colegios públicos en los que
estudian los pobres, en promedio, es claramente inferior a la que ofrecen las instituciones
privadas más costosas.
La moral asociada a todas estas dinámicas
queda muy bien representada en la cultura del ciudadano “usted no sabe quién
soy yo”, todo un planteamiento social que legitima el hecho de concebir
personas más importantes que otras, con derecho a gozar de privilegios a los
que los demás no pueden acceder y suficiente poder para imponer reglas que
perpetúen la posibilidad de continuar recibiendo tales beneficios.
De
otra parte, el grupo poblacional mayoritario más pobre, consciente de las diferencias
y de las serias dificultades que interpone la sociedad para reducirlas, termina
legitimando una serie de reglas basadas en desconfianza, aprovechamiento, revanchismo,
lucha por los recursos escasos y justicia por la propia mano. La moral resultante de esta lógica está muy
bien representada en la cultura del ciudadano “abeja”, aquel individuo que se
aprovecha de la “ingenuidad” de los demás, dispuesto a pasarse por la faja las
necesidades del resto de la sociedad con tal de mejorar su propio bienestar.
Todos
estos aspectos y otros innumerables más, rompen lo que John Rawls llamó “el
velo de la ignorancia”, esa condición de libertad e igualdad verdaderas, por
medio de la cual, en una sociedad justa, cada uno de sus individuos tendría las
mismas posibilidades de materializar sus expectativas y conseguir la felicidad.
En últimas nuestra moral nos conduce a
la existencia de la injusticia como una condición socialmente aceptada y
defendida por todos los miembros de la sociedad, ricos y pobres. Luego de una
conclusión como ésta, valdría la pena preguntarse ¿bajo qué circunstancia, una sociedad cuyas
reglas hacen honor a la injusticia no debería estar indefectiblemente jodida?