jueves, 9 de octubre de 2014

Menos impuestos y más productividad pública



El 29 de septiembre pasado, Juan Carlos Echeverry, ministro de hacienda predecesor de Mauricio Cárdenas; publicó en el diario El Tiempo una columna titulada “Mitos Sobre Gastos e Impuesto”. En su contenido define 4 creencias que él denomina como “infundadas”, relacionadas con todo lo que las personas tienden a pensar, cuando se hace alusión a temas como gasto del gobierno y reformas tributarias. A pesar de lo interesante de sus conclusiones, desde mi humilde perspectiva, la posición de Echeverry es una representación fehaciente, del imaginario que rige a los gerentes públicos colombianos, en particular a todos aquellos que tienen o han tenido un vínculo directo con el Ministerio de Hacienda: “aumentar la intervención pública significa, necesariamente, recaudar más recursos”.

Vale la pena revisar en detalle la validez teórica de una aproximación como ésta y sugerir un cambio estructural en el paradigma de nuestra gestión pública. No hay que olvidar que desde la perspectiva de la Gerencia Pública Moderna, es posible lograr mejores resultados manteniendo constantes los recursos invertidos en la intervención gubernamental. Este efecto se logra, fundamentalmente mediante el incremento sostenido de la Productividad Pública y el mejoramiento permanente de la Calidad del Gasto Público. Ambas condiciones tienen que ver directamente con el mejoramiento de la efectividad gubernamental.

La productividad está definida como la relación entre la cantidad de bienes y servicios generados por un sistema productivo y los recursos utilizados para obtener dicha producción. También puede ser definida como la relación entre los resultados y el tiempo utilizado para obtenerlos: cuanto menor sea el tiempo que lleve obtener el resultado deseado, más productivo es el sistema.

De acuerdo con las cifras reportadas por Banco Mundial, para el periodo comprendido entre el 2009 y el 2013, Colombia se encuentra en los percentiles inferiores en cuanto a productividad nacional. Considerando el hecho de que la productividad pública usualmente se ubica por debajo de la productividad privada y que la productividad nacional considera ambas medidas; se puede inferir que la productividad pública Colombiana con respecto al resto de países del mundo, se ubica en los últimos puestos de la tabla.

De acuerdo con los actuales Indicadores de Gobernanza del Banco Mundial, Colombia es un país de media tabla en efectividad  pública, esta situación nos pone por debajo de países como Chile en lo que tiene que ver con la capacidad de nuestro gobierno para enfrentar problemas sociales. Un resultado de estas características sugiere también un bajo nivel de productividad pública que incide sobre todas las dimensiones del desempeño económico. De acuerdo con cifras reportadas por el Foro Económico Mundial en 2013, Colombia aparece en el puesto 69 de 144 en el Índice Global de Competitividad. Este resultado se explica en buena medida por el bajo puntaje que obtienen nuestras instituciones, de hecho,  la corrupción y la ineficiente burocracia de gobierno, se cuentan entre los factores más problemáticos para quienes quieren  hacer negocios en nuestro país.  Estos resultados coinciden con los reportados por Transparencia Internacional, que en el 2013 le dio a Colombia un puntaje de media tabla en su Índice de Percepción de la Corrupción, ubicándolo por debajo de países como Jamaica, Trinidad y Tobago; y equiparándolo con países como Surinam.

Varias experiencias interesantes alrededor del mundo nos han demostrado, que mediante la simplificación de la intervención pública, el rediseño de sus procesos e institucionalidad para reducir sus costos de transacción, tanto los internos como los que se transfieren al ciudadano; es posible entregar más bienes y servicios públicos, sin necesidad de invertir mayores recursos, logrando consecuentes mejoras en calidad, cobertura y reducciones en  los tiempos de entrega.   

En su libro Instruction to Deliver, Michael Barber, pone de presente el éxito alcanzado por gobierno de Tony Blair en el Reino Unido, al lograr “disparar” todos los indicadores claves, a través de la mejora sostenida de la productividad pública. En una publicación posterior, Deliverology 101: A Field Guide for Educational Leaders; demuestra el potencial del mejoramiento sostenido de la efectividad pública al interior del sistema educativo.

Experiencias como estas han fundamentado la evolución paulatina de países de la región como Chile, que de acuerdo con el Foro Económico Mundial, logró escalar desde el puesto 49, en apenas 5 años, hasta ubicarse entre los 10 mejores países del mundo  en calidad del gasto público. El secreto, la implementación de mejoras estructurales en la gestión de sus organizaciones, dirigidas a incrementar la productividad pública y la calidad de los bienes y servicios producidos.

En Colombia tenemos un camino largo por recorrer, por ejemplo, ¿cuánto nos ahorraríamos con simplificaciones evidentes en aspectos centrales como la contratación pública?. Durante cada periodo fiscal, las entidades deben adelantar procesos vertiginosos de contratación de bienes y servicios cuya provisión es necesaria para soportar su operación. Estas actividades requieren del compromiso de un aparato jurídico y técnico importante a lo largo de todo el año. En este sentido, ¿por qué deben hacerse contrataciones anuales cuando se sabe que la provisión es requerida durante periodos mayores? ¿Por qué no rediseñamos todo el aparato de contratación para facilitar los contratos plurianuales? 


Bajo estas condiciones el principal “mito sobre gastos e impuestos” está en creer que la única manera en la que se pueden atender a más personas en el marco de estándares de calidad mayores, es recaudando más impuestos. Lo cierto en todo caso, es que lo único que logramos con esos recursos adicionales, si no mejoramos la calidad del gasto, es desperdiciar una cantidad mayor de recursos en ineficiencia y corrupción. 

jueves, 18 de septiembre de 2014

BOGOTÁ, METRO Y MIOPÍA EN LA POLÍTICA DE TRANSPORTE MASIVO



La sociedad actual, requiere que las personas se movilicen a diario, en el marco de procesos de transporte vertiginosos, que tienen lugar al comienzo de cada día, con origen en sus viviendas y finalización en sus trabajos;  y que luego, al terminar la jornada, tienen una dinámica inversa que inicia en sus oficinas y culmina en sus hogares. Esta situación hace del transporte, un determinante por excelencia de la felicidad de los habitantes de una ciudad o como lo llaman los economistas, de su “bienestar”. En esencia, si los tiempos que debe destinar una persona, a estos ciclos de movilización diaria son menores, su felicidad se incrementa por cuenta de varios aspectos cotidianos que la mayoría de nosotros conocemos. Podemos dormir media hora más, debido a que madrugamos menos; tenemos la posibilidad de llegar más temprano a nuestras casas y compartir espacios de ocio valiosos con nuestras familias, incluso podemos trabajar más con el objetivo de aumentar nuestros ingresos; en fin…quedamos facultados para hacer todo lo que queramos con el tiempo liberado, el mismo que usualmente debemos invertir en los procesos de desplazamiento diario ineficientes. Además nuestros costos se reducen, en términos generales gastamos menos combustible per cápita y reducimos las condiciones de estrés asociadas a tener que invertir más tiempo del que queremos en esta actividad diaria.

Ahora bien, el tiempo de desplazamiento no es el único elemento importante en el marco de una actividad tan representativa en nuestras vidas. Somos más felices en la medida en que dichos desplazamientos sean más agradables y cómodos, es decir, más amables.

En esencia hay dos formas principales en las que las personas se movilizan, la primera tiene un carácter netamente individual y sus patrones de desplazamiento, dependen fundamentalmente de los medios y rutas que quiera y pueda proporcionarse por sus propios medios cada individuo. La segunda, tiene un carácter colectivo y sus esquemas de funcionamiento, dependen de una oferta disponible proporcionada por un tercero a varios individuos que tienen patrones de movilización similares. En Colombia, la mayoría de las personas se transportan bien sea en carro, moto, taxi etc. (primera alternativa) o en bus tradicional, Transmilenio, buses azules etc. (segunda alternativa).

Desde hace años, los gobiernos de diferentes ciudades han propuesto el desarrollo de estímulos, que persiguen la migración gradual de los usuarios del transporte individual al transporte colectivo. En general, se han concentrado en elevar el costo generalizado de movilizarse de manera individual. En este sentido, han venido elevando los costos asociados a tener y operar un vehículo privado, elevando los costos de los combustibles, los costos de parqueo, implementando cobros por congestión, restringiendo su utilización con mecanismos como el pico y placa etc. La razón de hacer todo esto, es que desde la perspectiva de un usuario promedio, es mucho más cómodo viajar en transporte individual que en transporte colectivo. Es decir es mucho menos costoso utilizar un medio de transporte como un automóvil o una motocicleta, que cualquiera de los buses con los que hoy día contamos en ciudades como Bogotá. En términos generales somos más felices movilizándonos por nuestros propios medios, porque aunque nos demoramos más, no nos sometemos a elementos que la economía clásica denomina costos de transacción; es decir, todos estos aspectos que nos hacen pensar dos veces antes de decidir dejar nuestro vehículo en la casa y transportarnos en los sistemas colectivos actuales: grandes caminatas para tomar el bus, incomodidades y agresiones generadas por la interacción de un gran número de pasajeros que compiten por un recurso común escaso, tiempos de espera largos, inseguridad etc.

Ahora, si nos hace menos felices movilizarnos en transporte colectivo, debido a todos los costos de transacción asociados; lo lógico, sería reducir de manera drástica todos los elementos traumáticos asociados a esta experiencia.  Con esto, mejoraríamos la felicidad de los que obligatoriamente deben usar este medio e incentivaríamos la migración por parte de los que hoy día se movilizan en transporte individual y ven el transporte público como una alternativa non grata.

A pesar de lo obvia que pueda parecer una afirmación de estas características, lo cierto es que la política de transporte en ciudades como Bogotá, parece pretender hacer menos felices a los bogotanos. Cada vez es más difícil y traumático movilizarse en transporte colectivo, debido a que se trata de un mercado con excesos claros de demanda, generados por un sistema sub dimensionado y un alto grado de precariedad en infraestructura disponible. En términos generales día a día es más costoso trasladarse en transporte colectivo y más atractivo utilizar el transporte privado como primera opción, a pesar de lo caro que pueda resultar.

Para contrarrestar este fenómeno, el gobierno continúa elevando el costo del transporte privado, lo que en ultimas, en una realidad como esta; termina echando por la borda la felicidad de todos los bogotanos. De continuar por este camino,  vamos a terminar en un escenario en el que los costos generalizados  de movilizarse, van a ser demasiado altos sea cual sea el mecanismo que escojamos para transportarnos.

Algunos creemos firmemente en la necesidad de inducir un cambio real en el paradigma de las políticas públicas. Sociedades complejas como las actuales, requieren de gobiernos obsesionados con mejorar la felicidad de sus ciudadanos, comprometidos con reducir al máximo los costos de transacción asociados a cualquier actividad cotidiana. Desde esta perspectiva, ciudades como Bogotá deberían contar en la actualidad con varias líneas de metro, de cable, de buses troncales, alimentadores, complementarios, taxis, ciclo rutas…en fin, todo lo necesario para garantizar que las personas decidan migrar al transporte colectivo, no porque el privado terminó siendo demasiado costoso, sino porque gracias a este desarrollo, la experiencia en el transporte colectivo es maravillosa.

A pesar de todo lo expuesto, todavía algunos se siguen preguntando si vale la pena construir un metro en la ciudad, cuando deberíamos estar planeando el número de líneas que precisamos construir para convertir a los bogotanos en ciudadanos menos infelices.

sábado, 14 de junio de 2014

¡Ni una reforma tributaria más!


Cada vez que se aproxima un cambio de gobierno, empiezan a oírse voces que algunos denominan como “calificadas”, planteando la posibilidad de iniciar la discusión sobre una nueva reforma tributaria.

En general estos procesos de ajuste fiscal, buscan aumentar los ingresos gubernamentales  con el objetivo de mejorar el flujo de caja público.  Lo que usualmente se pierde de vista, es que actualmente quedan muy pocas actividades que no se encuentren gravadas y que cada impuesto nuevo, restringe de manera drástica el bienestar del actor económico obligado a pagarlo. Lo que se espera es que dicha reducción de la “felicidad” resulte compensada, mediante procesos de inversión social dirigidos a mejorar la calidad de vida, de los mismos actores que pagan los impuestos o de otros, cuyos ingresos son menores.

Sin embargo, cuando un gobierno tiene dificultades importantes para garantizar la calidad en la provisión de los bienes y servicios públicos, el análisis cruzado de los beneficios recibidos, de los recursos captados y de los costos de transacción generados; resulta siendo negativo.   

En el caso de Colombia, esta situación tiene alcances dramáticos que pueden ser analizados a la luz de la cotidianidad tributaria de un ciudadano de clase media, dedicado a la prestación de servicios profesionales, independientes y perteneciente al denominado “régimen común”.

En primera instancia, este individuo tendrá que trasladar al fisco alrededor del 30% del monto total de cada contrato que suscriba. Considerando que el monto estipulado en el contrato va a remunerar sus servicios, podemos decir que de cada 10 horas que trabaja, aproximadamente 3 irán a pagar impuestos como IVA, ICA y Retención. El 70% del ingreso restante, se distribuye en todos los costos en los que debe incurrir para prestar el servicio mencionado y en general, la totalidad de los rubros asociados al desarrollo de las actividades cotidianas. Sin embargo, la adquisición de cualquier bien o servicio supone una transacción, que comúnmente está gravada de una u otra manera a través de impuestos al consumo, sobretasas o impuestos a las transacciones financieras y en su mayoría, estas compras no se pueden deducir de los montos retenidos durante los pagos de cada contrato. Bajo estas condiciones el panorama para este individuo resulta francamente sombrío, pues debe agregar al menos 2 horas de las 10 trabajadas a remunerar otros impuestos.

No obstante, la mitad de todos los servicios prestados por nuestro ciudadano promedio pertenecen al fisco, todavía debe disponer de al menos 2 horas más de su jornada para cubrir tributos  de carácter explícito como prediales, impuestos a vehículos, renta y otros de naturaleza implícita como sobre-aportes a salud y pensiones, seguros obligatorios, licencias de emisiones etc. Al terminar todo este pandemónium,  se define un escenario en el que solamente 3 de las 10 horas trabajadas resultan siendo propias; sin embargo, todavía es necesario utilizar una parte de ellas, para remunerar mecanismos como la medicina prepagada y los seguros voluntarios, que le permitirán a este ciudadano blindarse contra problemas evidentes en la calidad de los bienes y servicios públicos gubernamentales.

Finalmente una minúscula porción de todo el arduo trabajo desarrollado, puede usarse para mejorar la felicidad propia y la de quienes conforman el círculo familiar de nuestro apesadumbrado sujeto.

Es importante recordar, que además de todo lo mencionado, este complejo entramado impositivo genera una serie de costos de transacción, que comprometen en trámites una parte importante del tiempo de ocio de nuestro aportante y que implican, la contratación de servicios contables y tributarios, necesarios para garantizar liquidaciones precisas y evitar toda suerte de sanciones.

Naturalmente, en caso de que nuestro sujeto experimental desee mejorar su bienestar de forma sustancial, debe pensar en incrementar la jornada laboral en por lo menos 5 o 6 horas diarias, de manera que pueda generar un ahorro suficiente para adquirir vivienda, vehículo etc. Esta condición, nos deja en un escenario complejo, en el cual tenemos un gobierno que es capaz de restringir de manera drástica el tiempo de ocio de los individuos y propone entes cuyo único objetivo es trabajar para mantener su burocracia y además, sobrellevar una cotidianidad digna.

Luego de analizar un caso como este, la pregunta obvia que debemos hacernos es ¿cómo llegamos a un escenario, en el que la casi totalidad del trabajo desarrollado por un sujeto promedio termina siendo propiedad del fisco?

Al parecer reformas consecutivas han conducido nuestra sociedad hasta un escenario en el que el gobierno y su burocracia ineficaz, se están convirtiendo en una carga difícil de llevar para los ciudadanos. El aparato público que solía concentrarse en “mejorar el bienestar de sus ciudadanos” ahora actúa como una institución extractiva que devuelve apenas una porción de lo que toma por derecho. 

Para concluir, vale la pena proponer algunos cambios en el paradigma actual. En primera instancia, es hora de que nuestros gobernantes dejen de pensar en reformas tributarias y empiecen a obsesionarse con lograr mejoras sostenidas de la productividad pública. Además, llegó el momento de retomar el camino e iniciar un proceso ininterrumpido que conduzca a entregar más y mejores bienes y servicios públicos, utilizando una cantidad de recursos igual o menor a la actual. Por último, vale la pena trabajar en el diseño de un conjunto de indicadores, que midan las mejoras en la productividad pública y que una vez se den los avances esperados, el fisco empiece a devolverles a los ciudadanos parte de la remuneración al trabajo que les pertenece por derecho.