miércoles, 21 de agosto de 2019

Sobre la peste negra y sus enseñanzas en materia de decisiones públicas: recomendaciones de expertos que conducen a la sociedad a "morderse la cola"



La peste negra es considerada la pandemia más importante de la historia, se estima que entre el 30 y el 60 por ciento de la población mundial murió a causa de esta enfermedad. En la actualidad se argumenta que era transmitida por pulgas transportadas por roedores, también se cree que la transmisión entre personas se produjo por ectoparásitos humanos, como la pulga común o piojos del cuerpo, sin embargo, han venido surgiendo cuestionamientos científicos en relación con este planteamiento. 

No obstante lo dicho, los médicos más adelantados y eruditos de la época, atribuían el mal a los “miasmas”, es decir, a la corrupción del aire provocada por la emanación de materia orgánica en descomposición, la cual se transmitía al cuerpo humano a través de la respiración o por contacto con la piel; incluso hubo algunos que asociaron la enfermedad con fenómenos astrológicos.

Los dramáticos efectos de la enfermedad sobre la población mundial pueden explicarse principalmente por el error de diagnóstico de los equipos científicos, su interpretación del fenómeno llevó a los políticos y a toda la sociedad, a enfrentar un “falso determinante”, a declarar un “falso problema” el enemigo público de toda la humanidad.

Esta situación condujo inexorablemente a la sociedad, a la implementación de medidas costosas focalizadas en evitar a toda costa los “miasmas” y toda suerte de contacto humano, distrayendo recursos valiosos que podrían haberse invertido en el control de “roedores e insectos parásitos”.

A pesar de que han pasado varios siglos desde cuándo históricamente se registró este insuceso, los errores de diagnósticos inducidos por equipos científicos que fungen como asesores públicos, siguen estando presentes. La declaración de “falsos problemas” como enemigos públicos está vigente en la mayoría de sociedades actuales y goza de mayor incidencia en países con niveles medios o bajos de desarrollo. 

En el caso de  Colombia, por ejemplo, es posible identificar múltiples fenómenos que se ajustan a la lógica mencionada, las decisiones de los políticos y de la sociedad, están determinadas por análisis de grupos de expertos de indudable eficacia a la hora de postular “falsos enemigos públicos”, los cuales amenazan si tregua las dimensiones más relevantes de la realidad cotidiana. 

El narcotráfico es sin duda el “miasma” más representativo de nuestra realidad, a diario invertimos incontables recursos humanos, financieros y técnicos en intentar acabar con este flagelo, sin comprender que los “roedores e insectos parásitos” actuales, están representados en la enfermiza desigualdad que se ha venido consolidando en el país a lo largo de los años y conduce a los grupos menos favorecidos a intentar apropiarse de rentas de cualquier índole, utilizando mecanismos como el tráfico de drogas, disponibles en un momento determinado de la historia. 

Peor aún, este “falso determinante” nos lleva a sacar conclusiones basadas en evidencia también errónea, que nos conducen a decisiones que parecen tener fundamento en cifras, pero que en realidad están nubladas por nuestros fuertes prejuicios con relación a la existencia de un “enemigo público” incuestionable, de esta manera, cada vez que se genera un asesinato en nuestro país, de inmediato lo atribuimos al “falso problema” del narcotráfico, descartando de tajo cualquier análisis en relación con sus verdaderas causas.

El exceso de velocidad es también un “falso determinante” que en los últimos años ha tomado fuerza en lo que tiene que ver con la problemática de accidentalidad vial. El país viene invirtiendo ingentes recursos en reducir la velocidad de desplazamiento en todas las vías terrestres, en la actualidad buena parte de los esfuerzos de los políticos y la sociedad se enfocan en atacar este “enemigo público”. Es interesante ver el papel que las cifras han venido jugando en fundamentar y consolidar la capacidad de amenaza de este “falso problema”, las medidas que se han venido tomando están focalizadas en reducir los límites de velocidad hasta niveles considerablemente bajos, a tal punto, que en los diagnósticos actuales, la causa omnipresente de la casi totalidad de accidentes, es justamente exceder los mencionados limites. Esta condición supone un inconveniente de amplias magnitudes en la medida en que tales prejuicios menoscaban la posibilidad de hacer análisis serios para identificar los determinantes reales de cada accidente.

Por supuesto, desde un punto de vista contrafactual, es trivial demostrar que desplazarse a  velocidades superiores a los bajísimos límites actuales impuestos en nuestro país, no es el verdadero determinante de los accidentes viales, si este planteamiento fuera cierto la mortalidad y morbilidad en las autopistas europeas de alta velocidad serían inconcebibles y cada país con límites de velocidad superiores a los nuestros, ostentaría índices de accidentalidad más altos. 

En este caso el verdadero determinante es sin duda, la manera en la que se diseñó el sistema vial y la forma en la que se configura debido a un proceso evolutivo basado en micro decisiones que en esencia estructura vías terrestres que conducen a la generación de accidentes. Desde aspectos como la potestad de un alcalde para definir el uso del suelo en sectores cercanos a autopistas, hasta que contratistas públicos puedan decidir sobre cerramientos y señalizaciones que no cumplen con estándares mínimos de seguridad, pasando porque un gobierno local permita que las vías se deterioren; son en conjunto causantes de la tormenta perfecta para generar un número de accidentes considerable. 

Los anteriores son apenas dos ejemplos tomados de un amplio repertorio, por lo  tanto, vale la pena pensar las cosas con calma y revisar dos veces antes de implementar medidas que terminan restringiendo libertades con el propósito contradictorio de  controlar “miasmas”.  La idea en términos de decisiones políticas y sociales es afrontar la solución de problemas reales, dejando de lado los sofismas que lo único que hacen es distraernos. 

viernes, 9 de agosto de 2019

La paradoja del Estado generador de pobreza




Cuando en nuestra cotidianidad hablamos de pobreza, generalmente hacemos énfasis en la generación de ingresos, no obstante, tendemos a descuidar todo aquello que tiene relación con los egresos. Esta misma desviación tan natural en grupos desprevenidos de tertuliantes, parece estar arraigada en los equipos técnicos que analizan la problemática al interior de los gobiernos.   Tal situación lleva a subestimar las implicaciones en materia de generación de pobreza y reducción del bienestar social que pueden desencadenar ciertas políticas públicas, en esencia, si mantenemos el ingreso de los hogares constante pero paulatinamente hacemos crecer sus egresos, indudablemente los estamos empobreciendo, el resultado es similar si el ingreso crece pero lo hace a una velocidad menor a la que lo hacen los egresos. De la misma manera, cuando los egresos periódicos de un hogar son lo suficientemente altos y el hogar intempestivamente se queda sin ingresos, la situación en materia de reducción de bienestar es francamente precaria y lo será mucho más en la medida en que estos egresos altos estén directamente relacionados con la compra de bienes y servicios dirigidos a satisfacer sus necesidades más esenciales.

En los últimos años, al interior de nuestros gobiernos, se ha vuelto popular y conveniente asociar costos importantes a la casi totalidad de las transacciones cotidianas de los hogares, aspectos tan esenciales como consumir agua, gas y energía, transportarse, alimentarse, procurarse una vivienda, divertirse etc., han venido siendo cargados directa o indirectamente con pequeños importes que en suma han incrementado de forma importante el ingreso necesario para que un hogar sobreviva.

Para ilustrar el argumento podemos analizar el caso de los alimentos que cotidianamente consume un hogar promedio, en los últimos años algunos de ellos han sido gravados directa o indirectamente mediante el Impuesto al Valor Agregado (IVA), el Impuesto al Consumo o alguna clase de sobretasa, bien sea al alimento en cuestión o a algún insumo involucrado en su cadena productiva.

Algo similar sucede con el transporte, bien sea que se valga de vehículo propio o de algún modo de carácter público, en el primer caso por ejemplo, en los últimos años se ha incrementado el costo de propiedad de los vehículos de forma notable, se han gravado su compra, su tenencia, la mayoría de bienes y servicios asociados a su operación y mantenimiento, adicionalmente se han venido implementando seguros, cobros por contaminación etc., en el segundo caso los costos se han incrementado indirectamente por cuenta de estos mismos conceptos y otros tantos que sería redundante mencionar.

La conclusión de todo esto es muy interesante en la medida en que pone de presente un hecho contradictorio, el Estado, un actor por definición llamado a reducir la pobreza real, puede estarla multiplicando o por lo menos, puede estar demorando de forma importante el mejoramiento en el ingreso disponible de los hogares. Lo más curioso del caso, es que puede no ser consciente de este fenómeno, es decir, puede estar actuando en el marco de una situación evidente de “riesgo moral”.

Para comprender la verdadera incidencia de un comportamiento de estas características, analicemos el caso de un hogar de clase media que compró una casa a crédito hace treinta años, se trata de una pareja de jubilados que han visto crecer paulatinamente el costo del impuesto predial de la casa antigua en la que viven, no ha pasado lo mismo con su pensión, cuyo monto se ha incrementado apenas para “mantener” el poder adquisitivo frente a una canasta básica. No obstante lo mencionado, el Estado toma la decisión de cobrar intempestivamente un impuesto de valorización que eleva de forma dramática el costo de la vivienda, una decisión de estas características hace que estas personas deban dejar de comer o deban vender su casa para solventar el pago del impuesto, generando una situación de pobreza evidente que no aparecerá en los indicadores ni en las cifras de los sistemas de seguimiento públicos.

Los alcances de dinámicas como las mencionadas pueden llegar a ser insospechados, incluso pueden afectar negativamente aspectos tan determinantes para salir de la pobreza como la creación de capital humano. En efecto, en los últimos años, el Estado ha tomado múltiples decisiones relacionadas con la implementación de frecuentes reformas tributarias, ha venido aumentando indiscriminadamente el precio de los combustibles y cargado uno que otro pequeño importe a los egresos de los hogares colombianos, como resultado de esto, el ingreso disponible para educación se ha venido reduciendo, en consecuencia la matrícula en universidades de clase media, en jornada diurna es cada vez menor, mientras el porcentaje de personas que deciden elegir un programa de educación nocturno, que les permite estudiar mientras trabajan, se ha elevado significativamente.

Lo cierto de todo esto, es que es necesario replantear el papel del Estado y reconfigurar la forma en la que ataca la pobreza, podría empezar bajando los costos de los hogares reduciendo de forma pronunciada la incidencia sobre ellos mediante el incremento paulatino de la calidad del gasto y la productividad pública, además podría focalizar su política tributaria sobre los ingresos y no sobre los egresos.

En síntesis, el Estado debe empezar a pensárselo muy bien, cada vez que quiera afectar los egresos de los hogares, es necesario que evalúe seriamente las verdaderas implicaciones de sus actos y deje de actuar de la forma ligera en que lo viene haciendo, en lo que al bienestar de la sociedad se refiere.


lunes, 29 de abril de 2019

Las externalidades de la corrupción pública




Mucho se ha oído hablar de la corrupción pública pero poco se dice de los costos no evidentes de este fenómeno sobre la sociedad, por lo tanto vale la pena dedicar unos minutos a analizar sus implicaciones.

En economía se habla de externalidades, en referencia comúnmente a los efectos no compensados de una actividad de carácter privado sobre el resto de la sociedad. En caso de que la incidencia sea negativa, hablamos de costos o reducciones de bienestar y si la incidencia es positiva, hablamos de beneficios o mejoras de bienestar. En la primera situación, se afirma que quien desarrolla una actividad privada con el objetivo de mejorar su propio bienestar, le está transfiriendo costos o está mermando la felicidad de otras personas que tienen poco o nada que ver en el asunto, mientras en la segunda, le está externalizando beneficios o está mejorando la felicidad de otras personas ajenas al proyecto particular de este individuo.

El problema de las externalidades en economía es bien conocido, en general antes de emprender cualquier actividad que busca beneficios privados, los individuos, consciente o inconscientemente, desarrollan un análisis beneficio-costo dirigido a identificar los costos potenciales en que incurrirán y los beneficios que recibirán en contraprestación. Si la resta es positiva, lo más seguro es que decidan adelantar la actividad, si es negativa la evitarán. Así las cosas, cuando los costos de una actividad son asumidos por alguien más, son externalizados o sacados de la ecuación, es más probable que las personas decidan emprender una actividad que reduce de forma importante el bienestar del resto. Tal vez convenga describir un ejemplo para aclarar un poco más el concepto:

Cuando un vecino ruidoso, en un edificio de apartamentos, pretende adelantar una fiesta, durante el proceso de análisis beneficio-costo, considerará los costos del licor y los pasabocas que posiblemente se consumirán, el costo por hora de la música en vivo que animará la fiesta y potencialmente, la reposición de uno que otro implemento casero que sea destruido cuando sus comensales empiecen a elevar los niveles de alcohol en la sangre, no obstante, durante el proceso de tomar la decisión, no tendrá en cuenta los costos que le transferirá a sus vecinos, quienes con seguridad, estarán inmersos en otras actividades, la mayoría  de las cuales, se verán interrumpidas por la apoteósica fiesta que está a punto de adelantarse. No cabe duda que en el marco de un evento de estas características, quien organiza la fiesta y sus invitados experimentarán una mejora de bienestar sustancial, la cual compararán con los costos de la preparación y que dicha resta arrojará un resultado positivo, por lo que el proyecto de fiesta seguirá su rumbo sin mayores contratiempos. Otra sería la decisión si el vecino ruidoso considerara en su evaluación los costos que transfiere a los demás y que decidiera compensarlos de alguna manera por las incomodidades o que una administración responsable e interesada por el bienestar general de todos los residentes, optara por sancionarlo con una multa suficientemente alta como para compensar el malestar que está a punto de causar, en ese caso posiblemente el beneficio recibido por su escandalosa actividad no será suficiente para compensar tales costos aumentados.

En el caso de una actividad como la corrupción el análisis beneficio-costo privado es relativamente simple: modificando irregularmente, directa o indirectamente, un conjunto de decisiones, el corrupto recibirá montos de recursos públicos que utilizará para mejorar su propio bienestar y el de sus allegados, los costos evidentes en los que incurrirá tendrán que ver con la sumatoria de los montos que debe pagar para salirse con la suya, con el cuestionamiento de su integridad, las sanciones sociales, morales, legales y de toda índole, que deberá asumir por cuenta de tales decisiones. No obstante, ¿qué pasa con los costos no evidentes? ¿Qué pasa con los costos que el corrupto transfiere a los demás, no incluye en su análisis beneficio-costo y por los cuales no nos está compensando al resto de la sociedad? Hagamos un breve análisis de algunos de ellos utilizando en primera instancia un ejemplo, con la esperanza de que el lector extienda sus fundamentos a los demás escenarios públicos, teniendo en cuenta que las dinámicas en infraestructura, son similares a las de salud, educación, etc:

1.       Costos asociados a fallas en la provisión de bienes y servicios públicos: vamos a suponer que un corrupto incide en las decisiones, en lo que tiene que ver con la selección de un proponente que construirá una nueva vía, importante para la competitividad de un país entero. En este caso, son varias las formas en que transfiere costos a la sociedad que no son necesariamente evidentes. En primer instancia, El Estado que debe seleccionarlo diseña todo un show procesal dirigido a hacer más transparentes los mecanismos de selección y de dientes para afuera, intentar frenar la corrupción; esta condición hace que procesos que deberían tardar unos cuantos días terminen durando meses y que el disfrute de la vía con las respectivas implicaciones en materia de mejora en productividad, reducción de tiempos de viaje, reducción de contaminación del aire etc.,  se retrase innecesariamente.  De otro lado, considerando que el corrupto muy probablemente no va a ser el oferente más idóneo técnicamente o de lo contrario no necesitaría utilizar la corrupción como mecanismo para resultar favorecido, la sociedad va a recibir una vía de mala calidad que no va a satisfacer sus necesidades y que seguramente tendrá que reemplazar antes de lo esperado.  Así las cosas, el recibo de los anhelados bienes y servicios públicos por parte de la sociedad, puede tardarse 2 o 3 años más de lo que debería y considerando los costos del reemplazo, pueden costar el doble o el triple de lo que costarían unos de calidad razonable.
2.       Costos asociados a la complejidad y consecuente ineficiencia administrativa: de otro lado, para intentar lidiar con la mala calidad sistemática de los productos públicos entregados y el comportamiento deshonesto de sus servidores, la organización pública que contrata las vías, debe tener en su interior ejércitos de personas encargadas de adelantar cada uno de los dispendiosos pasos necesarios, para llevar a cabo la selección de los oferentes. En sus huestes contará con infinidad de abogados que se dediquen a elaborar términos de referencia y contratos  excesivamente complejos, multitud de contratistas que adelanten los procesos de supervisión e interventoría, hasta el punto de que su tamaño puede terminar siendo 4 veces más grande del que tendría en caso de que la corrupción no existiera. Además, considerando que a pesar del tamaño de estos ejércitos el control no será efectivo, se requerirán sendas instancias externas a la entidad, de magnitudes también especialmente grandes como contralorías, procuradurías, veedurías y otras tantas, que intentarán, de dientes para afuera, reducir la corrupción, también infructuosamente.
3.       Costos asociados al pago de impuestos innecesariamente altos: no es tarea fácil financiar los recursos que desaparecen por cuenta de la corrupción, los sobrecostos de la baja pertinencia y calidad de los productos y de un aparato público innecesariamente grande. Lograrlo requerirá un flujo de ingresos fiscales suficiente, para mantener un ecosistema criminal de estas características. En contraste, en países sin corrupción, con la mitad de los recursos se podría entregar el doble o el triple de bienes y servicios públicos. Así las cosas, las implicaciones para la sociedad de tener altos niveles de corrupción, están relacionados con tener que pagar una tasa impositiva que puede ser el doble o el triple de la que pagaría si no existiera este flagelo. En este sentido, si pensamos en que los impuestos son una forma de apropiarse de parte del ingreso de las personas, que lo que gana cada uno procede de horas de trabajo cuya remuneración es usada para comprar bienes y servicios que proporcionan bienestar; la corrupción se apropia de horas de trabajo de las personas y reduce su capacidad para adquirir bienes y servicios que con seguridad mejorarían su felicidad. Eso sin mencionar que eleva los precios de los productos que dicha sociedad produce, haciéndolos menos competitivos en el panorama internacional y por lo tanto, más difíciles de vender en mercados globales, reduciendo en conjunto el ingreso total de la economía y por lo tanto su capacidad agregada para proporcionarse bienestar.
4.       Costos asociados a la conformación de delincuencia organizada pública: con el ánimo de intentar controlar entornos tan complejos como los mencionados y de garantizar en el tiempo la sostenibilidad del lucrativo negocio, los corruptos intentarán ubicar en posiciones claves a sus fichas, por lo tanto, incidirán en procesos de elección popular y nominación pública, para garantizar en el legislativo,  actores capaces de definir normas que de dientes para afuera, satisfagan a la opinión pública, pero de dientes para adentro, faciliten su accionar; en el ejecutivo actores que tomen las decisiones más convenientes para sus propios intereses, aun en contravía del bienestar de la sociedad y en la rama judicial peones que tengan la potestad de incidir durante los procesos sancionatorios, de manera que los costos dentro de su ecuación personal, resulten ser lo suficientemente pequeños como para garantizar un análisis beneficio-costo positivo.  En este caso, el resultado para la sociedad no es otro, que contar con un conjunto de normas y decisiones que la perjudican en vez de beneficiarla y un esquema de justicia completamente desigual, que trata a las personas de forma totalmente inequitativa asignándoles diferente peso en la balanza.  
5.       Costos asociados a desigualdad social y violencia: una de las formas más claras y expeditas para reducir la desigualdad, es entregando bienes y servicios públicos de alta calidad a las clases menos favorecidas, que les permitan equipararse con las que están en mejor condición, sin duda, en primer lugar, es necesaria la reducción de la iniquidad en materia de justicia. Bajo las condiciones mencionadas en los anteriores numerales, en un entorno corrupto no es posible por definición materializar ni lo uno ni lo otro, así las cosas, la corrupción extiende indefinidamente la existencia de sociedades desiguales e injustas, con evidentes conflictos de intereses entre El Estado y los ciudadanos. Mientras el primero concentra su actuación en decisiones que benefician a los pequeños grupos dominantes, los segundos incrementan su nivel de frustración en un entorno en el que no gobierna la ley, con el consecuente surgimiento de multitud de fenómenos de violencia.  Por lo tanto, las consecuencias para la sociedad no son otras que polarización y muerte. Finalmente, para intentar controlar estos fenómenos, será necesario hacer gastos mucho más altos de seguridad y defensa que los que harían Estados en los que no existe la corrupción, con el consabido aumento en los impuestos que conducen a una apropiación aún mayor por parte del Estado, del bienestar de la sociedad y la desviación de recursos de sectores de alta rentabilidad social como educación y salud, a sectores que en principio no deberían existir como los mencionados.

A manera de cierre, vale la pena mencionar, que la sanción por corrupción debería en primera instancia, reconocer una compensación consecuente a la sociedad, por todos los costos que el corrupto le externaliza y que en segunda instancia, si la sanción es lo suficientemente efectiva para que el corrupto deba involucrarla en su  análisis beneficio-costo, seguramente tendríamos mucha menos corrupción pública en nuestras sociedades que la que hoy día tenemos. 



Disponible en audio: https://anchor.fm/armando-ardila/episodes/Las-externalidades-de-la-corrupcin-pblica-e1l4mfo/Las-externalidades-de-la-corrupcin-pblica-a888913

viernes, 11 de enero de 2019

¿Queremos un Estado controlador o facilitador? ¿Alguien tiene la respuesta?


Todas las personas independientemente de la nacionalidad, tenemos similares ambiciones y capacidades, la diferencia entre nosotros radica fundamentalmente en las condiciones que nos proporciona el entorno para materializar todo nuestro potencial y lograr lo que nos proponemos.

De otra parte, las características del entorno dependen en buena medida de los estímulos que una organización denominada Estado define con cada una de sus decisiones.

Por lo tanto, la posibilidad de que las personas de uno otro contexto nacional, materialicen sus objetivos individuales depende en buena medida de la cultura del Estado que rige su existencia.

Estados con una cultura basada en el control de sus ciudadanos, en decidir qué pueden y qué no pueden hacer, para los cuales el pueblo está al servicio de la burocracia; son Estados en los que por definición se dificultará materializar cualquier clase de meta individual. Por el contrario Estados cuya cultura se abstiene por completo de restringir los objetivos de sus ciudadanos, pone la felicidad colectiva por encima de todo, para los cuales la burocracia está al servicio del pueblo; serán Estados en los que resultará increíblemente fácil lograr propósitos propios.

Ahora bien, los Estados del primer tipo, los controladores, son por definición ineficientes en términos de su capacidad para proveer bienes y servicios, en general deben invertir buena parte de su tiempo y recursos en supervisar y controlar a sus ciudadanos. Los del segundo tipo, los facilitadores, son altamente productivos pues todos sus recursos están focalizados en producir bienes y servicios oportunos y de alta calidad.

En consecuencia, los Estados controladores demandan una parte importante del total de la producción privada, la cual expropian a través de onerosos impuestos mediante los cuales financian su existencia. No obstante, dada su marcada ineficiencia, dichos gravámenes resultan siendo un costo para los ciudadanos que en la práctica no supone ningún beneficio. En contraste, los Estados facilitadores cobran impuestos bajos que regresan a los ciudadanos en la forma de bienes y servicios altamente valiosos que facilitan notablemente sus actividades cotidianas.

Ahora, dado este contexto, vale la pena preguntarse qué tipo de Estado tenemos en Colombia, para evaluar de manera sencilla sus características podemos remitirnos a analizar algunas de sus decisiones, en dos aspectos cruciales para la cotidianidad de cualquier ciudadano como el transporte y la justicia.

Si pensamos detalladamente en un bien o servicio público de alta relevancia para el logro de los objetivos de cada ciudadano como las vías por ejemplo, podremos lograr algún grado de validación para los conceptos recién expuestos.

Nuestro país ocupa los últimos lugares en calidad vial, una situación como ésta sería afrontada por un Estado facilitador focalizando todos sus esfuerzos y productividad en construir nuevas vías de altísima calidad. Sin embargo, buena parte de las medidas para solucionar dicha problemática se han focalizado en controlar el comportamiento de los ciudadanos, por ejemplo, reducen drásticamente la velocidad de movilización con la esperanza de evitar que las personas terminen muertas gracias a que las actuales características viales son causantes directas de accidentes.

En las áreas urbanas las restricciones han llegado al punto de racionar el uso de las vías a través de la implementación de mecanismos de carácter permanente como el “pico y placa”, que le otorgan la posibilidad de movilizarse a algunos vehículos determinados días de la semana mientras que otros deben permanecer parqueados. En contraste un Estado facilitador dirigiría todas sus baterías a ofrecerle a sus ciudadanos todos los modos de transporte existentes de forma que quien quiera transportarse lo pueda hacer como y cuando quiera.

Además, Colombia es un país con serios y claros problemas para garantizar “el gobierno de la ley”, no obstante, para mitigar este fenómeno su Estado focaliza sus medidas en controlar excesivamente todas las actuaciones de sus afiliados, aspectos como el uso de armas, el registro de la propiedad, las reglas contractuales etc., son excesivamente regulados en un esfuerzo infructuoso por evitar irregularidades, cuando lo lógico sería concentrarse en garantizar una provisión de justicia rápida y altamente efectiva que garantice el respeto universal por parte del pueblo, de un conjunto de reglas simples y elementales.

En el marco de estos antecedentes, ires y venires de gobiernos de una y otra ideología, los cuales logran poco o nada en términos de mejorar nuestra felicidad; vale la pena preguntarnos qué Estado queremos: uno controlador e ineficiente que nos dificulte la vida o uno facilitador y eficiente que nos ayude a materializar todas nuestras metas individuales. Sin embargo, antes de encontrar la respuesta, no perdamos de vista que cualquier asomo de cambio depende de las acciones futuras que cada uno de nosotros emprenda.